Con
paciencia de alfarero he leído varios capítulos de ciencia teológica que ayuden
a desasnar mi reducido cerebro hasta llegar a la conclusión más absoluta de que
la creencia es imposible de confirmar con la razón. La creencia no se aprende
porque no es materia.
Los
humanos estamos constituidos por las mismas frecuencias electromagnéticas,
conjuntos de elementos y partículas que el universo.
Cuando
aprendamos a descubrir cómo se origina la milimétrica perfección del universo,
se abrirán las puertas de los sucesos inaccesibles.
Tomás
el incrédulo: (el Misterio Pascual)
“¿Tomás, me buscabas? Mete tu
dedo en las llagas de los clavos y no serás incrédulo.
Si no lo hubieras visto, no
habrías creído. Bienaventurados los que
creen sin ver,”
“Eso
me hace acordar el cuento de don Ramón:
“Que bárbaro, cómo murió el pobre.
Si,
estábamos jugando con un mazo de cartas y en mitad del juego empezó a decir:
Ay, me cagüendiós qué mal me siento! ¡Ay, me cagüendiós! ¡Me cagüendiós! Y con
la venia del señor, murió como un angelito”.
“Quién
iba a pensar que sufría un mal coronario, si ayer estaba de puro palique,
labrando bajo del sol”.
La
única que comentó que no andaba viéndolo muy bien fue Simona, su mujer. Simona
contaba que para ella, esos suspiros profundos cuando se apareaba, no eran de
temperamento, eran de asma.”
Pensándolo
bien, terriblemente trágicos son nuestros crucifijos y nuestros cristos
agonizantes. El catolicismo es una doctrina tristísima, su base es el dolor y
los castigos infernales para conseguir un hipotético futuro mejor. Del dolor de
la agonía está hecho el cristianismo.
En
cuanto a crédulos: la fe vive de la duda.
Está el practicante, el que por temor y efecto
del acostumbramiento sin saberlo cree. El rutinario y abúlico, que por
conformismo es católico usual.
El
que por mucha ciencia ha dejado de creer.
El converso.
Y el que niega su existencia. El que no le atribuye importancia alguna al
problema teológico, que son los más.
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